Fallas de mercado e intervenciones fallidas del Estado en materia de servicios públicos de infraestructura y defensa de la competencia

Las intervenciones del Estado en el funcionamiento de los mercados es siempre objeto de debate, en todos los países. En el análisis económico al menos, los Estados intervienen en la economía para resolver fallas de mercado: cuando los mercados presentan deficiencias para lograr una asignación eficiente de recursos (tal como ocurre típicamente con la provisión de bienes públicos, la consideración de externalidades, la distribución del ingreso y la monopolización), corresponde que el Estado intervenga de forma directa (vía provisión directa o regulando precios) o indirecta (reglamentos, incentivos) para mejorar la asignación de recursos en pos de un mayor nivel de bienestar del conjunto de la población. Así, la intervención del Estado depende de cómo se definan las fallas de mercado y las fallas propias de la intervención pública (en ambos casos, cuándo existen y qué tamaño tienen). En la experiencia argentina, la inestabilidad en las políticas públicas y formas de intervención del Estado en la economía demuestran la ausencia de un consenso mínimo al respecto. En el caso de la intervención del Estado en la provisión de servicios públicos de infraestructura y en la defensa de la competencia, el origen de la grieta analítica podría ubicarse en la propia caracterización de lo que constituye una competencia plena. En esta nota contrasto las intervenciones regulatorias que se derivan de distintas definiciones del funcionamiento de un mercado competitivo sin fallas (la competencia perfecta vs un proceso competitivo dinámico), y argumento que la adopción de una definición superficial (la competencia perfecta de libro de texto) es un obstáculo para lograr un mayor consenso sobre los límites de la intervención directa del Estado en los mercados y en particular el diseño de la política regulatoria aplicable a los servicios públicos de infraestructura.


La economía argentina muestra una situación terminal, siempre esperando haber tocado fondo sin que sea así. La naturaleza de las políticas públicas se ha ido degradando durante el último siglo, con fuertes oscilaciones en su dirección, pero consistencia respecto del sentido general de sus resultados: un creciente deterioro en materia de acceso de la población a distintos bienes y servicios privados y públicos, con un nivel de vida que –en promedio y en su distribución– ha tenido uno de los peores desempeños en todo el mundo. No caben dudas de que las oscilantes políticas públicas, y, dentro de ellas, aquéllas que logran beneficios políticos de corto plazo pese a sus elevados costos económicos y sociales de más largo plazo, son resultado de diversas ideologías, disputas político-partidarias, proyectos políticos personales, etc. Pero también es obvio que gran parte –sino la totalidad– de estas oscilaciones contaron con el beneplácito y aceptación de gran parte de la población, al menos hasta el momento en que sus inconsistencias comenzaron a ser más evidentes, y sus costos de largo plazo más claros y profundos.

En esta nota no me propongo resolver, ni siquiera discutir mínimamente, el conjunto de razones que ayudan a explicar la adopción de políticas cortoplacistas o con diseños antagónicos a los observados en países exitosos al cabo de décadas de evidencia empírica internacional y doméstica, sino llamar la atención sobre un elemento que –silenciosamente– ha facilitado tal situación en el caso de la regulación de los servicios públicos de infraestructura y la intervención en los mercados en general (con la defensa de la competencia en particular): la “grieta” entre las visiones ortodoxas (mayoritarias, establecidas) y heterodoxas (minoritarias, desafiantes) respecto de cuáles son las propiedades del mercado y cuáles son las cualidades del Estado para lograr resultados superiores por medio de su intervención.

Mi argumento es que esta grieta, aunque naturalmente se alimenta de diferentes perspectivas ideológicas que son inevitables, está fomentada o facilitada por una concepción superficial –de libro de texto– respecto de cuáles son las fallas de mercado que se busca resolver: por un lado, la definición incorrecta de cómo debería funcionar un mercado sin fallas conduce a encontrar deficiencias incluso cuando éstas no existen, y también a buscar resolver esas supuestas fallas sin una guía regulatoria apropiada; por otro lado, la omisión de las propias dificultades del Estado (problemas de agencia, información incompleta, falta de commitment, captura, etc.) para llevar a cabo la tarea regulatoria de forma apropiada alimenta un ímpetu regulatorio más intrusivo y omnipresente, que termina decepcionando incluso a sus proponentes (aunque nunca lo reconozcan e insistan sobre la superioridad de una intervención regulatoria imperfecta –por motivos ideológicos o ventajas políticas– frente a una supuestamente grave falla del mercado). La grieta analítica conduce así a cometer repetidamente la Falacia de Nirvana (comparar una situación real imperfecta con una situación perfecta sólo por ser ideal), y al mal diseño de las intervenciones económicas del Estado, en materia de regulación de servicios públicos y –en menor medida– de defensa de la competencia.

Las fallas de mercado en las industrias de servicios públicos de infraestructura

En los libros de texto de economía, de los cuales en el mejor de los casos se nutren los actores políticos y buena parte de los policymakers, se enseña que los mercados –esto es, la interacción libre de la oferta y la demanda de actores económicos privados descentralizados– son ineficientes o ineficaces en la provisión de bienes públicos, en la consideración de externalidades, en lidiar con inequidades distributivas y ante la existencia de monopolios o competencia imperfecta.

Dentro de los servicios públicos de infraestructura, la falla de mercado saliente –motivo para la intervención regulatoria directa, que excede la aplicación de impuestos y subsidios– es la inexistencia o escasa relevancia de cualquier tipo de competencia. Debido a la tecnología de producción de estos servicios, caracterizada por fuertes inversiones hundidas (irreversibles y de muy lenta depreciación) y economías de escala y alcance –aun cuando estuvieran agotadas en el margen de producción incremental–, en uno o varios de los segmentos verticalmente vinculados (en el caso de la energía, por ejemplo, la producción, el transporte, la distribución y la comercialización), existen condiciones de monopolio natural no desafiable: un único productor o prestador del servicio (en uno o varios de los segmentos verticales) logra abastecer la demanda con un menor costo que dos o más empresas (cualquiera sea la forma en que éstas se dividan la producción), y además está a salvo de que otros competidores potenciales entrantes, que aún no hundieron sus propias inversiones, representen una amenaza real.

Así, dejando de lado a libertarios que niegan la existencia de condiciones de monopolio natural no desafiable, no hay gran discrepancia entre las visiones ortodoxas y heterodoxas de la economía: el Estado debe intervenir de forma directa en la regulación de (al menos) los precios o tarifas de los (segmentos naturalmente monopólicos de los) servicios públicos de infraestructura, más allá de que la intervención pública en otras dimensiones de los servicios (inversiones, gestión interna, propiedad pública o privada de las empresas prestadoras, etc.) sí sea objeto de fuerte desacuerdo.

¿Cómo funciona la competencia en un mercado sin fallas?

Sin embargo, el problema en la práctica regulatoria no se limita a las discrepancias sobre cómo debe ser la intervención pública en dimensiones distintas de los precios, sino en cómo regular éstos. Más aún, la falta de acuerdo sobre todas las dimensiones de la intervención pública (propiedad pública o privada de los prestadores, regulación de inversión y gestión o regulación de la calidad del servicio, fijación de precios individuales o globales, mecanismos de ajuste de precios según costos –costo-plus– o del tipo price-cap (precios tope independientes de los costos efectivos de la empresa), etc.) está reforzada por una frecuente caracterización inapropiada de lo que ocurre en un mercado económico sin fallas por insuficiente competencia, en la cual se identifica un mercado sin fallas de competencia como aquél en el cual existe competencia perfecta.

En efecto, bajo las condiciones de libro de texto de una situación de competencia perfecta (en la cual existen múltiples oferentes y demandantes, la tecnología de producción está igualmente disponible para todos, no hay inversiones hundidas, existe información completa, la calidad del producto está dada de forma exógena, etc.), se logra la eficiencia productiva (el costo de producción para abastecer la demanda es mínimo con la participación de múltiples oferentes idénticos que, dado su pequeño tamaño relativo al mercado, actúan como tomadores de precios), la eficiencia asignativa (la valoración que tiene la demanda de la última unidad consumida, dada por el precio pagado en el equilibrio, iguala al sacrificio de recursos económicos que es necesario para llevar al mercado esa última unidad, dado por el costo marginal) y la eficiencia distributiva (entre accionistas de altos ingresos y consumidores con ingresos típicamente menores), dado que los beneficios económicos de las empresas son nulos (sólo logran ingresos suficientes para cubrir sus costos) y todas las ganancias (infra-marginales) del intercambio son obtenidas por los consumidores. Ergo, si no existe competencia perfecta, y dejando de lado situaciones puntuales igualmente teóricas (como la competencia à la Bertrand en un oligopolio sin restricciones de capacidad, bienes idénticos, etc.), bajo esta descripción los oferentes tienen algún poder de mercado que les permite fijar precios de equilibrio mayores al costo marginal (ineficiencia asignativa), reteniendo para sí rentas extraordinarias de forma permanente (ineficiencia distributiva), sin que la eficiencia productiva esté igualmente asegurada (en particular cuando hubiera distinto tipo de barreras a la entrada o salida del mercado, evitando el ingreso de nuevos competidores). Más aún, dado que la competencia perfecta no existe en la práctica (excepto quizás en un puñado de bienes, como por ejemplo algunos productos agrícolas), la consecuencia lógica es que prácticamente todos los mercados adolecen la falla de una insuficiente competencia, que prima facie habilitaría una intervención directa regulando precios y tal vez imponiendo también otras restricciones al libre funcionamiento de la oferta y la demanda.

Pero cuidado, ¡tal caracterización de la ausencia de fallas de mercado por insuficiente competencia es incorrecta! El modelo de competencia perfecta no pretende describir cómo funciona un mercado de modo realista: el mundo real, incluso en un mercado donde existe una “competencia plena” o “máxima”, está caracterizado por un proceso (o una “película”) donde cada oferente decide sobre las características de los bienes que llevará al mercado, sus procesos productivos, sus precios, la atención comercial que dispensará, esfuerzo promocional y publicidad, etc., con el fin de lograr una combinación “precio-calidad-diferenciación” superior a las de sus competidores y así lograr desplazarlos del mercado para poder “monopolizarlo”. Mientras esta desafiabilidad sea plena, la disciplina competitiva es máxima, independientemente de que temporalmente existan ganadores y perdedores, empresas que quiebran y otras que obtienen beneficios extraordinarios, ya que las ganancias de productividad por la innovación (en menores costos y mejoras de calidad y variedad de productos) son captadas por los consumidores (tal vez sí con cierto rezago, que premia el esfuerzo y la innovación de “los ganadores”).[1]

Así, la competencia para monopolizar, la destrucción creativa propuesta por Joseph Schumpeter en la primera mitad del siglo XX, permite construir una referencia mucho más realista de la ausencia de fallas de mercado: en vez de negar tales fallas de forma universal (como hacen típicamente los proponentes “libertarios”), resulta razonable reconocer que los procesos competitivos dinámicos no son universales pero sí proveen una descripción razonable de cuáles serían las características de una competencia donde no existen fallas por insuficiente competencia. En efecto, en un proceso competitivo dinámico, existen ganadores y perdedores temporales; los primeros pueden obtener beneficios extraordinarios sólo mientras mantengan mejoras de costos y calidad de sus ofertas que les permitan superar a otros competidores que también se esfuerzan por desplazarlos y tornarse los nuevos “monopolistas”, de manera tal que pueden existir beneficios extraordinarios y pérdidas extraordinarias en el corto plazo pero, en promedio (y en el mediano y largo plazos) la rentabilidad es sólo normal, implicando que las ganancias de productividad y calidad son captadas plenamente por los consumidores en el mediano y largo plazos (aunque sólo parcialmente en el corto plazo).

La observación de empresas con rentas extraordinarias, o de mercados donde participan de forma activa sólo un puñado de empresas en el cual una de ellas se destaca nítidamente sobre el resto –por considerar los casos más extremos y cercanos donde se busca sustentar la existencia de una falla de mercado bajo una interpretación superficial de libro de texto– no señala en absoluto la existencia de una competencia débil en tanto todas las empresas –activas y potenciales entrantes– tengan la posibilidad y los incentivos adecuados para competir en base a méritos de innovación, calidad y precios para aumentar sus ventas y desplazar a sus competidores, beneficiando así de forma sostenida a los consumidores finales más allá de que “en la foto” no se trate de una situación de competencia perfecta.

La falla del mercado por insuficiente competencia se produce entonces, bajo una definición correcta, cuando no existe un proceso competitivo dinámico.

¿Cuál es la intervención regulatoria óptima en las industrias de servicios públicos?

Naturalmente, al descartar múltiples mercados como potenciales objetos de intervención regulatoria directa atribuyéndoles fallas que no son tales y acotar la magnitud de las fallas de mercado por insuficiente competencia que sí existen, la demanda por regulación directa del Estado cae fuertemente. Si, además, se reconoce la existencia de fallas en la intervención pública, el universo de sectores o servicios donde es razonable una intervención regulatoria directa también se reduce.

No obstante ello, en el caso de los servicios públicos de infraestructura caracterizados por tecnologías que constituyen monopolios naturales no desafiables, la existencia de regulaciones directas parece suficientemente fundamentada, al menos mientras tales intervenciones sean “razonables”. Esto es así, por ejemplo, si el regulador tiene credibilidad suficiente (para no confiscar inversiones hundidas a través de cambios sutiles de las reglas de remuneración de inversiones irreversibles que se amortizan lentamente), si la regulación directa se focaliza en los segmentos verticales que efectivamente sean monopolios naturales no desafiables (transporte y distribución en el caso de la energía), permitiendo e incluso promoviendo la competencia en el resto (producción/generación y comercialización), y si por medio de tal intervención el Estado (ya sea a través de la provisión directa de una empresa pública o de la regulación de un prestador privado) se logra una eficiencia productiva suficiente como para que los costos del servicio, y las tarifas finales, sean suficientemente bajos respecto de una calidad del servicio que sea la demandada.

En tal sentido, la correcta definición de lo que constituye una falla de mercado por insuficiente competencia aporta la mejor guía para la política regulatoria: intervenir en el mercado para que las conductas y resultados logrados en ausencia de competencia potencial repliquen o se aproximen tanto como sea posible a las conductas y resultados logrados bajo un contexto competitivo dinámico, en el cual:

  1. las empresas pueden tener ganancias o pérdidas en el corto plazo si son más o menos eficientes en sus procesos productivos (o si reciben shocks positivos o negativos), pero no pueden tener ganancias permanentes, habilitando por tanto una regla de ajuste tarifario del tipo price-cap (precios independientes de los costos dentro del período tarifario, que por ende permiten beneficios positivos o negativos en el corto plazo) con revisiones periódicas (quinquenales, por ejemplo) en busca de permitir una rentabilidad razonable (prospectivamente);
  2. las empresas son responsables por su gestión interna, incluidas las inversiones que decidan hacer, y eventualmente son penalizadas cuando la calidad (incluyendo cobertura) del servicio sea insuficiente respecto de los parámetros establecidos, reemplazando de esta forma la sanción económica (pérdida de ingresos) que tendría una empresa no regulada en un contexto competitivo dinámico cuando sus clientes la abandonan por prestar un servicio de calidad deficiente o inferior al de sus competidores.

Comentarios finales

Parte de la incomprensión de las bondades –y limitaciones– de los procesos competitivos dinámicos se refleja también en la utilización esporádica y desenfocada de la política de defensa de la competencia, confundiendo la defensa del proceso competitivo con la defensa de un conjunto de competidores o de usuarios / consumidores bajo una perspectiva cortoplacista, o incluso con la defensa de una determinada estructura de mercado (suficientemente atomizada). Defender un proceso competitivo dinámico implica evitar en lo posible la acumulación de poder monopólico por medio de concentraciones económicas o conductas distorsivas de la competencia, no porque ello conlleve al mejor resultado (por ejemplo, menores precios) inmediato, sino porque dicho proceso dinámico es el que aporta mejores señales para la inversión, la innovación, la eficiencia productiva, etc., tendientes a lograr las mejores combinaciones de precios y calidades en el mediano y largo plazos.

Frecuentemente las intervenciones fallidas no son el resultado de una incomprensión de cuál sea la falla de mercado a resolver, ni de cometer la Falacia de Nirvana por no anticipar las limitaciones que tendrá una intervención pública necesariamente imperfecta, sino el vehículo para perseguir objetivos políticos cortoplacistas a sabiendas de las consecuencias negativas (el costo) de largo plazo detrás de dichas políticas. En todo caso, el problema señalado respecto de la correcta definición de cómo funciona un mercado sin fallas de competencia, para guiar las intervenciones regulatorias que ayuden la defensa de tales procesos o su corrección por medio de intervenciones directas, actúa como facilitador de tal manipulación política de los instrumentos de la política pública, y resulta en mayor o menor medida un problema de fondo a resolver.


Santiago Urbiztondo

[1] En el modelo de competencia perfecta no existe una dinámica competitiva razonable: las empresas entran y salen automáticamente del mercado frente a shocks sobre la oferta (la tecnología y sus costos de producción) o la demanda (cambios en las preferencias o ingresos de los consumidores), resumiendo así una “foto” en la cual se supone que no hay innovación (o, lo que es lo mismo, que el costo de innovar es nulo y que cualquier innovación está automáticamente disponible para todos los competidores –como si fuera un bien público–, por lo cual su precio también es nulo).

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