Buena o mala suerte, pero siempre malas políticas

La gestión kirchnerista de 2003 a 2013 fue un periodo en el que prevaleció la buena suerte para la Argentina, en términos de precios record de las commodities, bajas tasas de interés y alto crecimiento mundial. Todo ello permitió que la economía rebotara desde 2003 del pozo en el que había caído a fines de 2001 y tras el fin de la Convertibilidad. El Ave Fénix resurgió de sus cenizas velozmente no solo por la buena suerte que lo rodeaba, sino porque los sucesivos gobiernos le dieron “rosca” adicional impulsando la demanda en forma extrema. El gasto publico creció en el periodo más de 15 puntos del PBI con medidas estructurales que ya no podrían ser revertidas en el futuro –como duplicar el empleo público y otorgar pensiones a perpetuidad-, asumiendo que los mayores recursos fiscales -que dependían del escenario mundial favorable- habrían de mantenerse indefinidamente.

La buena suerte no dura eternamente y ya al poco tiempo de gestión florecieron las malas políticas que incluyen el aumento de la presión tributaria y la apropiación de los fondos de pensión, aun con precios record de commodities para poder financiar el exceso de gasto. Cuando el contexto externo resultó menos favorable aparecieron las consecuencias de la política económica: el déficit público obligaba a emitir, acelerando la inflación, se cerró el crédito externo, se usaron reservas hasta que se agotaron, la economía se frenó y no pudo evitarse una devaluación del peso antes de abandonar el gobierno.

El legado de las malas políticas hacía necesarias reformas estructurales en 2016, pero la gestión de Cambiemos optó por probar con cambios menores –excepto en materia de ajustes tarifarios al comienzo de la gestión-, confiando en que, por alguna razón no explicada, el “resto de la tarea” que no se encaraba -corregir las distorsiones micro y macroeconómicas- no impedirían crecer. Malas políticas nuevamente, que llevaron a la crisis de financiamiento y la corrida contra el peso de 2018/19.

La nueva gestión kirchnerista que asumió a fines de 2019 repitió con escasas variantes el manual del populismo ilustrado, fundando toda su política en conseguir fondos para sostener y expandir el gasto público y poblar la economía de regulaciones y prebendas. El COVID y la reestructuración de la deuda fueron dos episodios pésimamente gestionados durante 2020, que habrían de marcar la declinación de los años por venir. En efecto, tras el cierre casi forzoso –para no poner el equivalente extremo de China- en el que tuvo que moverse la economía durante 2020, el empleo formal privado tardó en recuperarse y casi toda ocupación nueva fue precaria: en 2022, el 72% de los nuevos empleos fueron sin contrato, marcando el profundo deterioro de una economía que crece por canales informales.

El país está aislado financieramente –solo se tiene crédito voluntario de los organismos multilaterales o de países, como si la Argentina no fuera una economía de mercado sino un régimen autoritario. A medida que se cortan los lazos –financieros, comerciales y diplomáticos- con el resto  del mundo, la productividad media cae, y con ello cae el nivel de ingresos medios de la población. Las malas políticas son las que explican el estancamiento, no los hechos fortuitos –los ciclos mundiales de crecimiento, de tasas de interés, de precios de commodities, los ciclos climáticos-, pues ellos atraviesan de una u otra manera a todos los países del mundo.

La conducción política y económica actual, sea que se le impute a cualquiera de los tres principales referentes de la coalición de gobierno, utiliza la caja de herramientas –el toolkit– habitual del gobernante que parece moverse en la sala de emergencias: nunca se encaran soluciones de fondo, solo se busca el parche del financiamiento. Por este lado no hay solución. Pero la cuestión es más compleja, porque: ¿tienen los candidatos de la oposición la percepción de los problemas que la Argentina enfrenta? ¿Es creíble un candidato que propone crecimiento económico sostenido por décadas y al mismo tiempo nos informa que en la Argentina “no se requiere” y “no se va a encarar” una reforma laboral, para no pelearse con algunos sindicalistas? ¿Pueden esos candidatos prometer bajas masivas de impuestos sin darse cuenta que el país requiere superávit fiscal global por años para –simplemente- estar en el mundo? ¿Pueden los políticos postular que los problemas de la educación se resuelven solamente con más presupuesto?

La chatura de la discusión política y económica de los candidatos es probablemente el reflejo de una sociedad estacionaria, que hasta ahora no encontró el camino para revertir ocho décadas de decadencia. ¡Esperemos que esta vez sea diferente!

Disfruten la lectura de Indicadores


Juan Luis Bour

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