El objetivo de la defensa de la competencia: se aproximan nuevos debates

En los últimos años, ha aparecido una corriente de opinión internacional a favor de ampliar los objetivos que guíen la política de defensa de la competencia, sintetizados -durante las últimas décadas- en la maximización del excedente del consumidor. En esta nota presento algunas reflexiones que considero relevantes en el debate que seguramente se iniciará localmente en el corto o mediano plazo: la ampliación de los objetivos de la defensa de la competencia, incorporando elementos distintos al excedente del consumidor (como nociones de justicia distributiva, impacto sobre el empleo, desarrollo de empresas nacionales o extranjeras, efectos políticos, etc.), puede representar un serio traspié sobre la defensa de la competencia en países que, como la Argentina, cuentan con instituciones sumamente politizadas, no tienen una cultura de la competencia muy arraigada y enfrentan dilemas distributivos de primer orden de magnitud (que tenderán a ser priorizarlos a toda costa si no hay limitaciones institucionales que permitan un mejor análisis y consideración explícita de los trade-offs involucrados). Esta perspectiva no cuestiona la búsqueda de objetivos distintos a la representación del excedente del consumidor en las (múltiples) políticas públicas, sino que señala la inconveniencia instrumental de incorporar esos objetivos en la política e instituciones de la defensa de la competencia.


En un seminario reciente organizado por ForoCompetencia -un ámbito académico y de practicantes del derecho de defensa de la competencia que desde hace 20 años congrega regularmente a abogados y economistas de América Latina especializados en la materia- se debatió sobre el objetivo de la defensa de la competencia. Se exploraron los motivos y posibles consecuencias del reciente surgimiento de posturas a favor de ampliar su objetivo actual, bajo el cual las conductas y estructuras de mercado son evaluables y censurables o no según sea su impacto efectivo o potencial sobre los consumidores de los bienes y servicios provistos en los mercados donde actúan las empresas examinadas, sin reparo o valoración de otras dimensiones impactadas (por ejemplo, empleo, distribución del ingreso, impacto ambiental, extranjerización, etc.). Dichas posiciones a favor de ampliar el objetivo de la política de defensa de la competencia están asociadas a la creciente visión crítica internacional -en particular en EE.UU. y Europa- sobre las “Big Tech” (Facebook, Google, Apple y Amazon), las cuatro grandes empresas tecnológicas que dominan buena parte de las plataformas digitales en Internet.[1] En esa oportunidad, el profesor David Gerber, del Chicago Kent College of Law del Illinois Institute of Technology y actualmente Presidente de la American Society of Comparative Law, realizó una presentación muy interesante, relativamente equidistante de conclusiones universales, delineando una perspectiva histórica en la cual los objetivos de la defensa de la competencia fueron evolucionando al cabo del último siglo hacia la situación actual, caracterizada por la utilización del excedente del consumidor como medida del daño o no que está detrás de diversas conductas y estructuras examinadas por la defensa de la competencia.[2] Otras presentaciones, de José Tavara (Perú) y Lucía Ojeda (México) enriquecieron la discusión con consideraciones propias desde una perspectiva regional. El resto de los asistentes no-expositores hicimos preguntas, adelantamos alguna perspectiva adicional, y en general disfrutamos del espacio académico que permitió dichos intercambios y reflexiones. Ver https://www.youtube.com/watch?v=TRsbFk6CN9A

En la Argentina, con una práctica en materia de defensa de la competencia crecientemente relevante desde la década de 1980 (y, en particular, desde la segunda mitad de 1990), la legislación y la práctica habitual durante las últimas tres décadas ha sido interpretar el interés económico general como el excedente del consumidor. Ello implica que las conductas (estrategias de las empresas en materia de fijación de precios, contratos, exclusividades, etc.) o cambios en las estructuras de mercado (concentraciones económicas) son examinados y eventualmente sancionados o limitados según sea su efecto (verificado o esperado) en el consumidor final, a través de mayores precios y/o menor acceso y calidad de los productos y servicios afectados en el corto, mediano y largo plazos (idealmente). A grandes rasgos, lo mismo ha ocurrido en el resto de América Latina, más allá de que en todos los casos -incluso en nuestro país- pudo haber instancias donde elementos externos al excedente del consumidor (como el impacto sobre algunos competidores, el empleo sectorial, la nacionalidad del productor, etc.) hayan jugado parte importante sobre la sanción de conductas y la autorización o rechazo de concentraciones económicas.

En esta nota, lejos de avanzar en detalles de la perspectiva histórica o examinar la práctica internacional comparada en la materia, presento algunas reflexiones que considero relevantes, extendiendo brevemente el comentario que hice en el foro: la ampliación de los objetivos de la defensa de la competencia, incorporando elementos distintos al excedente del consumidor (como nociones de justicia distributiva, impacto sobre el empleo, desarrollo de empresas nacionales o extranjeras, efectos políticos, etc.), puede representar un serio traspié sobre la defensa de la competencia en países que, como la Argentina, cuentan con instituciones sumamente politizadas, no tienen una cultura de la competencia muy arraigada y enfrentan dilemas distributivos de primer orden de magnitud (que tenderán a ser priorizarlos a toda costa si no hay limitaciones institucionales que permitan un mejor análisis y consideración explícita de los trade-offs involucrados).

Esta perspectiva, lejos de cuestionar la búsqueda de objetivos distintos a la representación del excedente del consumidor en las (múltiples) políticas públicas, señala la inconveniencia instrumental de incorporar esos objetivos en la política e instituciones de la defensa de la competencia. En todo caso, su exposición requiere definir mi lectura sobre varios aspectos involucrados.

Los múltiples objetivos de las políticas públicas

En términos generales, cualquier representación política dentro de una democracia persigue objetivos múltiples que están directamente asociados con las preferencias de los votantes a quienes se representa. Dado que a dichos votantes les importa no sólo maximizar su capacidad de compra o consumo de bienes y servicios privados sino también disfrutar de servicios y bienes públicos (que requieren cobrar impuestos para su provisión), sujeto a una valoración de justicia y equidad que busca equilibrar oportunidades y repartir el peso del gasto público considerando el esfuerzo diferencial que ello implica para personas con distintos niveles de ingreso, resulta natural y saludable que existan políticas públicas orientadas a promover mejores resultados en múltiples aspectos o dimensiones de la actividad privada, incluyendo una intervención decidida por igualar oportunidades y también repartir equitativamente la carga del mejor funcionamiento del Estado (un bien público fundamental). Por ende es absolutamente razonable que existan intervenciones para mejorar el acceso a la salud y educación de calidad, promover el empleo de calidad, evitar abusos de posiciones dominantes o acuerdos colusivos, aplicar impuestos y asignar gasto público procurando una mayor equidad (compensando diferentes puntos de partida y contextos de las personas, para permitir e incentivar su esfuerzo y productividad), etc.

El balance y análisis de la interdependencia de corto y largo plazo entre los distintos objetivos y uso de instrumentos, obviamente, también admiten distintos puntos de vista reflejados en las propuestas de gobierno, que en los sistemas democráticos deben ayudar a mejorar el bienestar general de la población -un concepto sin dudas multidimensional.

Reconocer y dar la bienvenida a la multidimensionalidad de los objetivos de los votantes y de sus representantes políticos, sin embargo, no implica en absoluto que aquéllos deban ser incluidos entre los objetivos que guían la política e instituciones de defensa de la competencia.

Las fallas de los procesos competitivos

Todos los objetivos previos, y otros adicionales, pueden perseguirse o lograrse de manera imperfecta en situaciones donde los procesos competitivos funcionan de mejor o peor forma. La búsqueda de eficiencia económica (lograr más bienes y servicios con menos trabajo e insumos), de equidad (igualar oportunidades, e incluso acotar disparidad de resultados), de dinamismo (movilidad social), de igualdad política, de sostenibilidad intertemporal (incluida la protección del medioambiente), etc., puede hacerse aprovechando o rechazando la competencia. No es la insuficiente o débil competencia la que da lugar a resultados insatisfactorios (y eventualmente mejorables con una correcta intervención del Estado) en las dimensiones señaladas, excepto la búsqueda de eficiencia mencionada en primer término.

Las sociedades occidentales modernas promueven la competencia e intentan que por su intermedio sea más factible alcanzar los múltiples objetivos perseguidos, pero obviamente un proceso competitivo dinámico (donde las empresas deben ser eficientes -logrando menores costos, mejor calidad del producto, innovar, etc.- para subsistir y/o desplazar a sus competidores, trasladando a los consumidores las ganancias de ese proceso de forma periódica acelerada -aunque no inmediata, por cuanto la búsqueda y obtención de beneficios extraordinarios es el motor detrás del proceso de innovación y competencia) no impide que existan actividades con características tecnológicas propias de un monopolio natural no desafiable (en los cuales por lo tanto puede haber una provisión sub-óptima y sobreprecios de forma permanente en actividades centrales para el desarrollo económico y humano), bienes públicos (no divisibles, y por lo tanto también fuera de la lógica de provisión en base a ofertas y demandas individuales en mercados competitivos) ni externalidades (donde las decisiones individuales no toman en cuenta efectos provocados sobre terceros mercados o intertemporalmente), ni mucho menos impide que exista una asignación inicial de factores productivos (capital físico, acceso al sistema educativo, etc.) que provoque fuertes demandas sociales -justificadas- para aportar soluciones al respecto.

En otras palabras, la existencia de un proceso competitivo dinámico (un funcionamiento correcto de un mercado o de un gran número de actividades y de transacciones) no elimina la necesidad de realizar intervenciones públicas en búsqueda de un balance más general en la obtención de objetivos múltiples que incluyen correcciones en el acceso y provisión de servicios públicos de infraestructura, la distribución del ingreso, la provisión directa de bienes públicos, la promoción o el desaliento de actividades que provoquen externalidades positivas o negativas, etc.

Sin embargo, hay una distinción muy importante que debe hacerse: si se acepta que las características de un proceso competitivo inciden en la obtención de múltiples objetivos de las políticas públicas, la conclusión al respecto debe ser que tal incidencia es definitivamente positiva sobre la eficiencia productiva y sobre el valor efectivo del ingreso de la población en su conjunto (dados el resto de sus parámetros, obviamente), y en principio neutra respecto de otros objetivos. Así, dado que las intervenciones públicas para corregir externalidades, redistribuir ingresos, prestar bienes públicos, etc., están fundamentadas en la obtención de objetivos sociales que no son provistos (ni alejados) por un correcto funcionamiento del mercado, la defensa de la competencia debe tener como objetivo distintivo lograr que los mercados funcionen de manera dinámica efectiva.

Así, el objetivo de la defensa de la competencia, dentro de un menú de instrumentos de intervención pública, es que las personas y empresas no tengan dificultades arbitrarias o estratégicas que les impidan iniciar o profundizar actividades económicas que llevarán, más temprano que tarde, beneficios para el conjunto de la población en la forma de mayor variedad de bienes y servicios, mayor calidad y/o menores precios. La “falla del proceso competitivo” que habilita la intervención pública en defensa de la competencia ocurre cuando se producen las condiciones propicias para que uno o varios agentes económicos nieguen el ingreso de competidores al mercado, o puedan dificultar decisiones competitivas libres con el fin de monopolizar de forma permanente un mercado, sin que ello resulte de la continua mejora en las dimensiones de innovación-calidad-precio que favorecen a los consumidores. Esta falla del proceso competitivo, que no tiene que ver con la inexistencia de competencia perfecta (una caricaturización estática de una situación competitiva ideal que, en realidad, nunca existe), es la que debe combatirse, desde la defensa de la competencia cuando ello es posible (esto es, cuando la competencia efectiva es factible) o desde la regulación directa (fijando precios y otras dimensiones de un servicio) cuando el proceso competitivo falla por la existencia de un monopolio natural no desafiable.

Ventajas y riesgos de incluir múltiples objetivos en las intervenciones de defensa de la competencia

Las fallas de los procesos competitivos justifican intervenciones siempre que éstas no adolezcan a su vez de limitaciones severas que representen -para el bienestar general defendido- perjuicios superiores a los de las fallas que se busca atacar. Evitar cometer la Falacia de Nirvana (comparar una situación real imperfecta con una solución perfecta sólo ideal) es siempre la primera recomendación. Para ello, la intervención del Estado debe diseñarse de forma inteligente, optimizando la calidad de las decisiones que emergerán, asociadas al diseño institucional.

¿Por qué sería razonable que la defensa de la competencia persiguiera múltiples objetivos? Una respuesta posible es la inexistencia de otros instrumentos que puedan utilizarse para corregir otro tipo de fallas del mercado (sobre la distribución del ingreso o el nivel de empleo sectorial, por ejemplo), debiendo así utilizar un único instrumento (la defensa de la competencia) con múltiples fines (en defensa de la eficiencia dinámica y también de su impacto distributivo), evaluando conductas y cambios de estructura del mercado por una concentración económica no sólo por su impacto sobre los consumidores sino como instancia para evitar o corregir impactos negativos en términos distributivos, en el empleo, etc.

Otra alternativa sería que una autoridad de defensa de la competencia pudiera estar en mejor posición de evaluar las consecuencias sobre una empresa o conjunto de empresas competidoras de la introducción de restricciones o requisitos no pensados en términos de mantener o mejorar la calidad del proceso competitivo sino en términos de lograr, por ejemplo, una reasignación más justa de las rentas, o más restrictiva sobre las consecuencias políticas negativas asociadas a un control privado concentrado de actividades que en el futuro podrán ser muy relevantes más allá del análisis del mercado en el cual se realiza la evaluación (como lo es el acceso a información personal por parte de las plataformas digitales).

No importa mucho aquí si estos potenciales motivos para la incorporación de múltiples objetivos en la política de defensa de la competencia son correctos o incorrectos. Para el argumento central de esta nota supongamos que lo fueran. En ese caso, igualmente, debemos responder la siguiente pregunta: ¿cuáles serían los riesgos de tal multiplicidad de objetivos?

Por un lado, hay un reparo metodológico obvio, sobre la inconsistencia entre la instancia de la intervención de defensa de la competencia y la consideración de objetivos distintos a la eficiencia económica (resumida en el impacto de corto y largo plazo sobre el excedente del consumidor). Si la defensa de la competencia se aplica cuando hay distorsiones potenciales sobre la calidad del proceso competitivo, no es lógico que como resultado de tal intervención se busquen resolver problemas que no dependían de las falencias o riesgos que motivaron tal examen. Por ejemplo, si las empresas de un sector cualquiera tienen prácticas ambientalmente insostenibles, la aplicación de normas y regulación ambiental no debería depender de la eventual existencia de conductas anticompetitivas o concentraciones económicas de algunas de ellas.

Pero a mi juicio, el riesgo fundamental de la ampliación de objetivos radica en la posibilidad de que la persecución de mayor equidad distributiva o empleo directo habilite decisiones que, bajo el rótulo de ser “en defensa de la competencia”, restrinjan la dinámica competitiva. La multiplicidad de objetivos dentro de una misma institución facilita que esa misma institución tome decisiones evaluando trade-offs no explicitados entre dichos objetivos, dificultando cualquier forma de transparencia y control de los fundamentos y resultados de sus intervenciones, lo cual no sólo le resta previsibilidad sino efectividad global, promoviendo un ámbito de lobby sectorial antagónico con cualquier criterio de profesionalismo institucional. Todo lo cual daña el bienestar general obviamente.

La aplicación de estas reflexiones al caso argentino

El riesgo de deterioro institucional al introducir múltiples objetivos entre las responsabilidades de un organismo público no tiene por qué ser igual en todos los contextos: cuando las demandas sociales por medidas distributivas y en defensa del empleo existente son más agudas, y la competencia dinámica es menos apreciada como instrumento fundamental para el mayor bienestar de la población, el riesgo del desvío de la función fundamental -defender la competencia- es obviamente mayor.

En definitiva, en el mejor de los casos, la incorporación de múltiples objetivos en las intervenciones de defensa de la competencia supone la capacidad de tomar en cuenta los impactos de la intervención en los distintos objetivos buscados y sus varios trade-offs. Cuando hay varias instituciones públicas, cada una de ellas con un único objetivo (acorde a la “regla de Tinbergen” -Jan, premio Nobel de economía, quien en 1952 planteó la necesidad de contar con al menos un instrumento para cada objetivo independiente de la política pública), tal ponderación es parte de la actividad política realizada en una instancia previa o superior a dichas instituciones públicas con objetivos individuales, con las instancias de evaluación ex-ante y ex-post propias de un sistema democrático que incluye controles y balances o contrapesos, resultando en regulaciones, impuestos, etc. que son independientes de la calidad del proceso competitivo, y restricciones o correcciones sobre conductas empresarias o concentraciones económicas en base al análisis de la defensa de la competencia. Pero si la ponderación de los múltiples objetivos es realizada al interior de una autoridad de defensa de la competencia, tales instancias de control ex-ante y ex-post desaparecen, y la persecución de un objetivo puntual puede hacerse a costa del otro (en particular, por ejemplo, restringiendo la competencia para permitir administrar subsidios cruzados -que no son otra cosa que aplicar impuestos a ciertos bienes o servicios para poder financiar subsidios a otros bienes o servicios, gravando y subsidiando a sus respectivos consumidores- orientados a responder a una preocupación distributiva).

En sociedades desarrolladas, con instituciones sólidas y conflictos distributivos relativamente acotados (al menos en sociedades no duales), los riesgos de la pérdida de previsibilidad en las intervenciones de defensa de la competencia asociadas a la diversificación de los objetivos puede ser acotada, y aunque también allí fuera mejor prever la posibilidad de intervenciones por fuera de la defensa de la competencia (por ejemplo, para acotar el poder político o sobre el funcionamiento de la propia democracia derivado del control de datos personales por parte de Facebook o alguna otra gran empresa tecnológica en Internet), la multiplicidad de objetivos por parte de las autoridades de defensa de la competencia podría provocar daños acotados. En un país como la Argentina, por el contrario, la ampliación del objeto de la autoridad de defensa de la competencia podría tener un impacto negativo fundamental, dañando en definitiva la dinámica de inversiones y las posibilidades de mejorar el funcionamiento de los mercados en general, en contra de los intereses de la población que se pretende representar. Las buenas intenciones no sirven de nada si no se toman en cuenta las consecuencias efectivas de un diseño institucional que favorece la discrecionalidad y minimiza su previsibilidad.


Santiago Urbiztondo

[1] En Urbiztondo, S.: “Las plataformas digitales y la competencia: las “Bigh Tech” bajo la mira”, Indicadores de Coyuntura 625, noviembre 2020, examino los aspectos salientes por los cuales el análisis antitrust aplicado a las plataformas digitales admite tratamientos especiales, o énfasis diferentes, debido a la magnitud de los impactos que decisiones y concentraciones en ellos generan en otros mercados y actividades humanas, pudiendo afectar el funcionamiento de una democracia y nociones básicas de privacidad y libertades individuales. Dicho análisis, sin embargo, reconoció la razonabilidad de aplicar algunas restricciones estructurales específicas a empresas que desarrollan y controlan plataformas digitales, sin que para ello fuera necesario modificar los objetivos generales de la defensa de la competencia aplicables en términos generales para todo tipo de intervención, cualquiera fuera el sector bajo escrutinio.

[2] La práctica internacional en materia de defensa de la competencia ha evolucionado desde sus orígenes con el Sherman Act en 1890 en Estados Unidos, no sólo en materia instrumental sino también respecto de cuáles han sido sus guías u objetivos. Los expertos en la materia señalan como objetivos iniciales y vigentes hasta la década de 1970 la limitación del poder económico a disposición de los grandes aglomerados o “trusts”, así como también la búsqueda de una asignación de recursos con ciertas propiedades en materia de equidad, dando lugar luego -desde los 1980s, con la influencia de la escuela de Chicago de por medio- a un criterio más acotado de su objeto, concentrado en evitar conductas y concentraciones económicas potencialmente dañinas respecto de una definición más estrecha del interés económico general, basada en el excedente del consumidor (y eventualmente también, incorporándolo como una dimensión adicional no sustituta del anterior, en el excedente del productor). Así, las conductas y estructuras de mercado que reduzcan la dinámica competitiva a favor de la obtención de menores precios y mayor variedad de bienes y servicios a ser provistos por las empresas activas o potenciales competidoras, cualquiera fuera su impacto distributivo, sobre el empleo o sobre el poder político o más general que adquieran sus dueños, fueron evaluadas según el daño efectivo o potencial que ellas pudieran implicar para los consumidores en el corto, mediano y largo plazos. En Europa, por motivos distintos, la tradición de competencia desarrollada en cada país hasta 2004 tendió a incorporar consideraciones múltiples, aceptando impactos anticompetitivos del comportamiento o conformación de empresas públicas o grandes campeones nacionales, pero desde entonces -con la puesta en práctica efectiva de la normativa de la Comunidad Europea- igualmente evolucionó hacia una mayor valorización de la integración de los mercados, en la búsqueda de mayor claridad y predictibilidad de su aplicación en cada uno de sus países miembro.

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