Relatos salvajes sobre la creación de empleo

En materia de creación de empleo, ni tanto ni tan poco como se ventila en las discusiones y limitados debates públicos. La Argentina muestra, por un lado, una tasa razonable de creación de empleos en sus últimos treinta años con un promedio de 1.8% anual (1994/2023), lo que le ha permitido mantener una tasa de desempleo promedio de 9% desde 2006 en adelante (con picos de 13% y valles de 6%). Pero, al mismo tiempo, resulta evidente que los empleos que se crean son de productividad muy inferior al promedio, y ello ha empeorado dramáticamente en la última década.

La evidencia estadística es abrumadora: desde 2012, el país se estancó, pero siguió creciendo el número de trabajadores que se ocuparon en tareas de baja calidad. Para ser precisos (datos oficiales del MTSS), en 13 años, del total de trabajadores formales incorporados, el 89% fueron empleados públicos, monotributistas o empleados domésticos. El empleo formal privado asalariado, de mayor productividad, creció a un magro ritmo de 22 mil nuevos puestos netos por año, en un país en el que se contabilizan más de 20 millones de puestos. La probabilidad de ganar la lotería de “un puesto formal asalariado” es bien baja en la Argentina, y a juzgar por la evidencia de más de una década, es del orden de 1.1 en 10 si a uno le toca un “puesto formal”, y menos que eso si te trata de un puesto de “cualquier calidad”, es decir incluyendo los puestos informales.

¿Es esto resultado de la pandemia? Claramente no, puesto que viene de lejos, y cabe observar que es una característica que se registra en administraciones kirchneristas y la de Cambiemos, por lo cual el problema está en otro lado: es consecuencia tanto de una macroeconomía desordenada (muy desordenada en la actualidad, lo que extrema los peores resultados) como de un conjunto de normas microeconómicas (regulaciones de mercados de productos y factores, instituciones laborales, tributarias, financieras, comerciales, etc.) que afectan la productividad. El producto medio total (PBI por ocupado) será este año el más bajo registrado desde 2011 (así es, peor que en pandemia) con una caída del orden de 17% respecto de esa base. El PBI por habitante no estará muy lejos, alrededor de 13% debajo de 2011.

La caída del producto medio tiene que reflejarse en una caída de los ingresos de la población, pero naturalmente puede haber importantes diferencias entre sectores más o menos afectados por la reducción de los ingresos reales, en particular si la productividad se desploma porque los nuevos puestos son más precarios que lo habitual y con bajo capital físico y humano asociado. Es relevante el caso de la población de informales y cuentapropistas cuya participación en el empleo total creció a 51% en 2022 (48% en 2016): para la mayor parte de esta población, sus ingresos reales cayeron muy fuerte (38%) en los primeros dos años de crisis macroeconómica de 2018/19 para acumular en la actual gestión una nueva caída de poco más de 18%, es decir 41% en los últimos 5 años. Para los asalariados formales, la caída de ingresos reales desde fines de 2017 fue “solo” un poco más de 21%, pero todos están peor.

Este aumento bastante vigoroso del empleo de baja “calidad” en términos de productividad e ingresos más que un signo de fortaleza debe ser visto como un indicio de la debilidad de la economía argentina. Y en particular pone de relieve la magnitud del esfuerzo por realizar para que los resultados cambien.

En primer lugar, la mejora de productividad requiere que el producto vuelva a crecer por arriba del empleo, como medida agregada de productividad. En realidad se requiere que el crecimiento económico no solo surja del agregado de factores (capital y trabajo) sino de una mejor utilización de los factores (aumento de la productividad total factorial), lo cual requiere adaptarse a los cambios y reestructurar en forma permanente. O sea, que se necesita introducir mucha flexibilidad, apertura y la fuerza de la competencia. No bastará con ordenar la macro para crecer sostenidamente; esta vez habrá que meter el bisturí a fondo para operar a nivel de las instituciones microeconómicas que reglan el funcionamiento de mercados de factores y productos.

Bajar la inflación es un imperativo categórico –en el sentido kantiano- al que se enfrentará el gobierno que asuma en diciembre, puesto que no hay alternativas, pero quizás no sea el único imperativo categórico. A este paso que vamos, en que la productividad se desploma mientras corremos alegremente hacia una economía de pleno empleo y mínima productividad, nos podemos consolidar como un estado fallido latinoamericano más.


Juan Luis Bour

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