Las tarifas de los servicios públicos de infraestructura: debilidades salientes del plan oficial para el año 2021

La saga de la normalización tarifaria de los servicios públicos de infraestructura iniciada en 2016 –luego del fuerte retraso real y distorsiones introducidas entre 2002 y 2015, los fuertes aumentos durante el gobierno de Cambiemos entre 2016 y la primera mitad de 2019, y el nuevo congelamiento entre la segunda mitad de 2019, por el ciclo eleccionario, y todo 2020, por la emergencia económica y la pandemia– está por iniciar un nuevo capítulo a partir de 2021. Según se desprende de declaraciones públicas de las autoridades nacionales en materia energética, el próximo año se ajustarán las tarifas de los servicios públicos para reflejar en promedio la inflación del año 2020 (en torno al 35%), con aumentos que serán a cuenta de las nuevas tarifas que se determinen en las revisiones integrales a realizarse también durante 2021 y con vigencia desde algún momento del año 2022. Además, tales aumentos serán diferenciales o segmentados según sea el nivel de ingresos de los usuarios (esto es, usuarios con distintos niveles de ingreso pasarán a enfrentar distintas tarifas, crecientes con su poder adquisitivo), de forma tal que el peso de los subsidios fiscales a los servicios públicos (energía, saneamiento y transporte) como porcentaje del PBI no aumente en 2021.[1]

En esta nota haré dos comentarios al respecto. El primero sobre la magnitud global del ajuste tarifario, y el segundo sobre la segmentación por ingresos. Para ello, primero es necesario exponer algunos criterios centrales de lo que considero es un enfoque regulatorio moderno y, a la vez, también estándar.

Lineamientos salientes del enfoque regulatorio convencional[2]

La política económica debe primordialmente ser efectiva (lograr los objetivos perseguidos), para lo cual debe ser creíble. La credibilidad, a su vez, requiere que los agentes económicos confíen en la sostenibilidad y permanencia de los principios que guiarán las decisiones políticas y regulatorias que deban tomarse en el futuro, siendo allí particularmente relevantes la transparencia, la claridad y también la razonabilidad y justicia que se perciban sobre el uso de los instrumentos que el Estado tiene a su disposición, en el contexto de las restricciones que éste debe enfrentar. En el caso de los servicios públicos, el armado de este rompecabezas para cumplir con las múltiples dimensiones requeridas ha logrado consensos crecientes a nivel internacional. La solución más eficiente, ajustable a cada caso, combina tarifas que reflejan la estructura y el nivel de los costos de cada servicio, así como también la inversión y calidad respectivos, intentando replicar los resultados de un proceso competitivo dinámico hipotéticamente factible en industrias que contienen segmentos vitales caracterizados por condiciones tecnológicas de monopolio natural no desafiable, atendiendo la universalidad de la cobertura deseada eventualmente por medio de subsidios no distorsivos a la demanda, e internalizando las externalidades asociadas a cada servicio por medio de subsidios que pueden incidir tanto en la viabilidad económica de efectivamente acceder al servicio como en la decisión de uso de los servicios disponibles.[3] En todo caso, resulta vital que las reglas que determinan dichas tarifas y su evolución en el tiempo brinden las señales correctas para el uso eficiente de los servicios y también para que las decisiones de inversión sean las apropiadas, con los menores costos posibles para así reducir el nivel tarifario general y obtener mayores ganancias sociales, captadas plenamente –en forma ideal– por los usuarios en su conjunto.

De allí se deriva que la tarificación de los servicios públicos no tiene por objeto redistribuir ingresos, debiendo fundarse las diferencias tarifarias que enfrentan distintos tipos de usuarios (o un mismo usuario en distintas circunstancias) en diferencias de costos de los servicios respectivos. El objetivo redistributivo, loable por cierto en sociedades muy desiguales, debe ser buscado por medio del diseño de la estructura impositiva y la orientación del gasto público, obviamente teniendo en cuenta el peso que toda redistribución implica sobre la competitividad y los incentivos a crear riqueza de quienes deben soportar las cargas impuestas (esto es, considerando el balance entre eficiencia y equidad). No por medio del diseño de la estructura de las tarifas de los servicios públicos.

Ciertamente, por lo dicho anteriormente hay espacio para que el Estado asista con subsidios a algunos usuarios que, en caso contrario, no podrían pagar el acceso a un servicio público básico del cual se pretende lograr una cobertura universal, o para que se subsidie de forma explícita el uso de servicios que generan externalidades positivas al conjunto de la población (por ejemplo, el uso de niveles mínimos indispensables para la higiene de agua potable y la utilización de una red de cloacas para reducir la contaminación de las napas, o el uso promocional del transporte público de bajas emisiones de carbono para reducir la congestión y contaminación ambiental). Un mecanismo de asistencia aceptado crecientemente, en particular para contextos sociales como el de la Argentina durante las últimas dos décadas (que, además, está vigente actualmente con diversos cambios y correcciones parciales desde 2016), es la “tarifa social”, financiada por medio de aportes explícitos del Estado a los usuarios (entregados directamente a las empresas prestatarias) que son identificados como la población objetivo por sus condiciones socio-económicas desfavorables, que alivie especialmente el cargo de acceso o más generalmente reduzca el pago requerido a éstos por recibir una canasta mínima de consumo (sin inducir el derrocheo sobre-consumo al mantener tarifas marginales por consumos adicionales que reflejen los costos incrementales de provisión), o incluso que se refleje en menores cargos variables cuando haya externalidades positivas y/o no se trate de servicios domiciliarios donde existen costos fijos asociados a cada usuario (por ejemplo, en el transporte público de pasajeros).

Pero, nuevamente, el objetivo de tal asistencia o intervención no debe ser la redistribución de ingresos, que debe perseguirse con otros medios: mezclar instrumentos que tienen un fin y una lógica aceptados para una utilización alternativa con otros objetivos no hace sino restar transparencia, claridad y sostenibilidad a las reglas que determinan estas intervenciones, dañando el proceso de inversión, nublando las señales requeridas para las decisiones de consumo e inversión de los usuarios y las empresas, etc., fallando absolutamente en replicar un proceso competitivo dinámico, esto es, divorciando la regulación directa de los servicios públicos de su razón esencial de existir.

La magnitud del retraso tarifario

Sin pretender realizar un cómputo detallado de cuáles son los costos totales de los servicios públicos de infraestructura ni cuáles deberían ser las tarifas eficientes dados dichos costos, en Urbiztondo (2019)[4] realicé una primera aproximación a la magnitud de los retrasos tarifarios globales en distintos servicios públicos provistos en GBA en varios años entre 2001 y 2019. Allí utilicé distintos supuestos para la aproximación: en el caso de la energía (gas natural y electricidad), computé el costo mayorista en base a precios de mercado, subsidios fiscales y el precio monómico (costo promedio de la energía y potencia) del MEM, calculando los márgenes de transporte y distribución en valores reales iguales a los de 2001 (momento en el cual no había subsidios fiscales ni económicos en las tarifas); en saneamiento y transporte, por otra parte, supuse que la suma de los ingresos operativos, los subsidios fiscales y otros ingresos de capital (préstamos recibidos) reflejaban en conjunto los costos totales respectivos; en todos los casos, comparé las tarifas y/o los ingresos tarifarios con dichos costos para calcular los rezagos tarifarios (omitiendo por simplicidad –entre otras cosas– que en buena parte del período 2002-2015 los costos reales habían aumentado más allá de los niveles eficientes que deberían observarse una vez restablecidas ciertas reglas razonables para la determinación de los ajustes tarifarios, por lo cual los incrementos tarifarios en el mediano plazo deberían ser idealmente menores a los que los distintos rezagos sugerían).

En esta nota, mi primer objetivo es aproximar el rezago tarifario que se habrá acumulado hasta el final del año 2020, y para ello parto de la estimación anterior hasta 2019 inclusive. El Cuadro 1 contiene entonces, suponiendo que los costos durante el año 2020 aumentarán según la inflación minorista del período (supuesta igual al 33%, al considerar una inflación mensual del 3% en noviembre y diciembre de 2020 –algo menor al 40% que se proyecta aumente el valor oficial del dólar entre puntas durante este año), una aproximación simple de las magnitudes agregadas más relevantes aplicables a los usuarios residenciales en el Gran Buenos Aires (GBA). Así, el retraso tarifario en el servicio de gas natural residencial rondará a fin de este año el 35%, por lo cual el aumento tarifario promedio requerido para que los ingresos tarifarios se igualen a los costos en dic-2020 debería ser del 54%, mientras que esos retrasos y aumentos tarifarios correspondientes son mayores en los otros servicios públicos considerados aquí (en el caso del servicio eléctrico, 44% y 78%; en agua potable y desagües cloacales, 58% y 139%; y en el caso de los trenes, 92% y 1.078%; respectivamente).[5]

Cálculos más precisos, sin dudas, arrojarían algunas variaciones, pero difícilmente alteren el resultado global mostrado aquí: las tarifas de los servicios públicos requieren fuertes aumentos, máxime considerando también el aumento de costos que ocurrirá durante el año 2021.

En efecto, los rezagos y aumentos tarifarios expuestos en el Cuadro 1 se refieren a la situación de costos al 31 de diciembre de 2020, omitiendo la inflación (y mayores costos) que se verificará durante 2021; vale decir, si las nuevas tarifas de transición a ser decididas a principios de 2021 se mantuvieran constantes durante 12 meses desde entonces, en diciembre de 2021 el rezago tarifario habrá aumentado por los mayores costos resultantes del proceso inflacionario y, por ende, el desequilibrio a fines de 2021 (con una inflación proyectada del 50%, como mínimo, por la gran mayoría de los analistas privados) sería peor que el actual. En otras palabras, si la inflación de 2021 fuera del 50%, un retraso tarifario promedio (lineal e ilustrativo solamente) del 57% en dic-2020 como el expuesto en el Cuadro 1, que requiere un aumento tarifario del 133% para su eliminación, se transformará a fines de 2021 –considerando las tarifas vigentes actualmente– en un retraso del 71%, por lo cual eliminar los subsidios requerirá aumentar 250% las tarifas durante 2021.

Implementar aumentos tarifarios de esta magnitud está fuera de discusión, por varios motivos (no sólo macroeconómicos y sociales, sino también porque ello implicaría, por ejemplo, eliminar todo tipo de tarifa social, lo cual no sería razonable). Pero aún si el objetivo de la recomposición tarifaria se limitara sólo a retrotraer la situación a fines de 2021 a aquélla de fines del año 2019 (con un retraso tarifario fuertísimo en transporte y relevante, pero mucho menor, en la generación eléctrica y saneamiento), los aumentos tarifarios a ser aplicados durante 2021 no deberían ser menores al 100%, porcentaje en que habrán aumentado los costos entre dic-2019 y dic-2021 solamente. En tal sentido, plantearse o proyectar un aumento tarifario del 30% para todo 2021 luce sumamente insuficiente y, en particular, no permitirá mantener el peso de los subsidios como porcentaje del PBI, salvo que la inflación en 2021 sea también del 30%, algo inviable.

La segmentación de las tarifas según los ingresos de los usuarios

En todo caso, si bien es claro que llevar a cabo cualquier aumento tarifario (aún uno reducido al 30% como se propone el gobierno) será problemático luego de la fuerte crisis económica que sufrió el país desde 2018 en adelante, la cual dejará como saldo un aumento significativo de la pobreza y la desocupación, con una contracción del PBI per cápita mayor al 15% en tres años, mucho peor serán las consecuencias de dejar el problema irresuelto, o de intentar resolverlo introduciendo innovaciones mal pensadas, como la segmentación de tarifas según ingresos. Veamos porqué.

  1. Ello confundiría conceptualmente las tarifas con los impuestos, restando claridad y credibilidad a todas las políticas públicas asociadas.
  2. Parece olvidar que actualmente ya existe un esquema de tarifa social financiada vía impuestos,en el cual los servicios domiciliarios de energía tienen fuertes reducciones de cargos fijos y también variables –especialmente para niveles de consumo bajos–, donde además el transporte ferroviario de pasajeros contiene precios con subsidios que superan el 90% de los costos –sobre los cuales además hay descuentos del 50% para aproximadamente el 30% de la población de menores ingresos–, por lo cual lo más razonable sería perfeccionar el diseño de dichas tarifas sociales y eventualmente ampliar su cobertura atendiendo al crecimiento de la población que estará bajo el nivel de pobreza durante los próximos años;[6] en vez de profundizar la magnitud de los subsidios que reciben los usuarios ya subsidiados (como ocurriría si se mantienen congeladas las tarifas de la población de menores ingresos), una alternativa mucho mejor –en la cual la estructura y el nivel de las tarifas serían “justos y solidarios”– sería mejorar y ampliar la cobertura de la tarifa social, con un diseño que además permitirá eventualmente normalizar las tarifas reduciendo el alcance de la tarifa social cuando la pobreza ceda con la recuperación de la economía y el empleo.
  3. Aunque faltan precisiones sobre la forma de implementación, el plan oficial parece requerir que las empresas prestatarias de los servicios públicos calculen y apliquen sus tarifas discriminando según sean los ingresos de sus usuarios (una práctica comercial impropia de un comportamiento competitivo y, por ello, típicamente prohibida), todo lo contrario a lo que un principio sano de regulación y de defensa de la competencia indicaría hacer.
  4. Tal discriminación de tarifas, por otro lado, omite las dificultades informativas que tiene su implementación: las empresas prestadoras carecen de información sobre los parámetros de ingresos de sus usuarios para la tarificación –la localización y características de la propiedad atendida son indicadores muy imperfectos sobre tales ingresos, pueden existir o surgir diferencias reales o ficticias entre propietarios y usuarios en los inmuebles servidos, etc.–, nuevamente provocando un alto grado de indefinición y conflictividad que restaría transparencia y credibilidad.
  5. Otro punto fundamental: considerando las nuevas alternativas que traen las innovaciones tecnológicas (tratadas en Urbiztondo et al. (2020) y presentadas sintéticamente en Urbiztondo (2019b)),[7]la estrategia oficial alejaría los desarrollos competitivos del futuro, por ejemplo de recursos de energía distribuida (DER), ya que establecería una estructura tarifaria de los servicios en red distorsionada que induciría decisiones de adopción de DER sesgadas –sólo por parte de los usuarios de altos ingresos que acabarán pagando subsidios cruzados para redistribuir ingresos por medio de la estructura tarifaria, aun cuando el costo de las DER sea superior al costo de atenderlos utilizando la red de transporte y distribución existentes– que hacen insostenible el financiamiento de la red y que, por lo tanto, luego conducen a restringir artificialmente los desarrollos competitivos potenciales.
  6. En general, la estrategia oficial rompería las señales de precios de manera permanente, alejándonos de una solución eficiente y sostenible en el largo plazo, sin que se construya un puente hacia ninguna parte: la transición propuesta por el gobierno para el año 2021 no representará un acercamiento a ninguna definición previsible de las revisiones tarifarias integrales (RTI) aplicables desde 2022 en los servicios de energía, año en el cual deberían “normalizarse” las tarifas (digamos, con subsidios fiscales acotados por debajo del 2% del PBI considerando el contexto social que cabe esperar durante el próximo lustro, al menos), tanto por el insuficiente ajuste en el nivel global de las tarifas como por la distorsión adicional que se introducirá fijando distintas tarifas (marginales en particular) para usuarios con distintos ingresos.

Conclusión

Escapar a la realidad no conduce a soluciones reales, y agiganta los problemas futuros. Las dificultades para la normalización tarifaria post-2002 son en gran medida el resultado de haber postergado tal normalización durante más de una década a partir de 2003. Esta negación y el congelamiento tarifario asociado fueron parte activa, y no atenuantes, del estancamiento y retroceso económico y social verificado durante la última década en el país. Hoy la realidad tarifaria de los servicios públicos es que la inflación acumulada desde 2018, al menos, debe ser trasladada a las tarifas, de manera consistente con un claro esfuerzo regulatorio para que los costos reales de dichos servicios disminuyan (y por ende también lo hagan las tarifas reales), eventualmente ampliando el rango de cobertura de los usuarios que son asistidos con una tarifa social infra-marginal (para alcanzar tal vez –hasta lograr una clara recuperación de la economía y del empleo– al 50% de los hogares y no sólo al 30% como entre 2017 y 2020), eventualmente aumentando también el monto absoluto –pero no relativo– del subsidio que recibe cada uno de los hogares beneficiarios de una tarifa social (financiada con subsidios públicos explícitos, a la demanda, que no pongan la carga administrativa ni de calificación de los usuarios para la discriminación tarifaria sobre las empresas prestatarias de los servicios).

No es cierto que un gobierno que otorgue subsidios de forma más explícita y generalizada logre beneficiar realmente a los más necesitados: la carencia de una gramática clara de la política fiscal y regulatoria dañará a todos los usuarios de los servicios públicos debido a que ello provocará mayores costos de los servicios y de la administración de los subsidios, mayores filtraciones, menor previsibilidad y credibilidad de la evolución de los ingresos, etc. Estamos a tiempo de evitarlo.

Santiago Urbiztondo


[1]El Secretario de Energía de la Nación, Darío Martínez, ha expuesto recientemente (ver, por ejemplo, https://www.elonce.com/secciones/economicas/648796-habrna-un-esquema-segmentado-de-aumentos-de-las-tarifas-de-electricidad-y-gas.htm y https://www.infobae.com/economia/2020/11/24/el-secretario-de-energia-dario-martinez-confirmo-aumentos-en-las-tarifas-y-anticipo-un-mecanismo-de-transicion-para-evitar-subas-excesivas/) la voluntad oficial de evitar aumentos tarifarios que resten capacidad de consumo en otros bienes y servicios a buena parte de la población, especialmente a los sectores con menores ingresos y más golpeados durante la pandemia, para lo cual se distinguirían tres franjas de ingresos de los usuarios con distintos ajustes tarifarios: los más pobres (el 40% de quienes tienen menores ingresos) mantendrían las tarifas actuales sin cambios; los usuarios en la franja de ingresos medios (que abarcaría al 45% del total) verían aumentar sus tarifas según la inflación del año 2021 (en torno al 30% según la visión oficial más optimista); finalmente, los usuarios más ricos (el 15% con mayores ingresos) enfrentarían el aumento necesario para pagar los costos plenos de cada servicio o la inflación acumulada desde el último congelamiento de las tarifas (que rondaría el 70%, aparentemente). Ello, aplicando un criterio similar en otros servicios públicos en la medida de lo posible, permitiría eventualmente cumplir la proyección incluida en el Presupuesto General de la Nación para el año 2021, según la cual el monto total de los subsidios económicos otorgados a los servicios de energía y transporte como porcentaje del PBI no deberá aumentar respecto del año 2020 (lo cual se cumplirá sólo si los costos, las tarifas y el PBI aumentan nominalmente en magnitudes similares entre 2020 y 2021). Todavía no hay detalles instrumentales, excepto una mención a las mejores posibilidades informativas logradas luego de la implementación del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) pagado por ANSES, que alcanzó casi 9 millones de personas durante la pandemia.

[2]Una descripción algo diferente pero complementaria, que puede resultar útil al lector interesado, puede consultarse en Urbiztondo, S.: “Innovaciones en las estructuras tarifarias de los servicios públicos: de la corrección parcial de viejos defectos a la incorporación de nuevos errores”, Indicadores de Coyuntura No. 595, FIEL, marzo 2018.

[3] Un proceso competitivo dinámico es aquél en el cual una empresa, aun siendo dominante o incluso monopólica (en algún momento o período), debe innovar y minimizar costos y precios (y mejorar la calidad) para evitar perder tal condición de dominancia, beneficiando así a los consumidores finales de manera dinámica y permanente (aunque ello ocurra con intensidades diferentes en distintos momentos), lo cual requiere que los precios aplicables no dependan directa y únicamente de los costos propios sino también de los costos de los (supuestos) competidores, lo cual llama la atención sobre el mecanismo de ajuste tarifario más apropiado para lograr un objetivo combinado de eficiencia productiva y extracción de rentas (que los procesos competitivos dinámicos logran brindar). Aquí se inscribe la discusión sobre la regulación price-cap vs costo-plus, y la obtención de costos eficientes, que se omite en lo que sigue.

[4] Urbiztondo, S.: “Tarifas y precios regulados: las herencias tarifarias K (2015) y C (2019)”, Indicadores de Coyuntura No. 613, FIEL, septiembre 2019.

[5]En este último caso, incluso adoptando un objetivo razonable de cubrir con tarifas sólo el 50% del costo del servicio, el aumento pendiente en el precio del boleto prácticamente llegaría al 500%.

[6]Todos estos subsidios contenidos en la tarifa social no incluyen siquiera el tratamiento especial dado a los barrios de emergencia, donde frecuentemente hay conexiones comunitarias y “colgados” que reciben electricidad de forma gratuita. Un breve análisis crítico de varios de estos diseños tarifarios asociados a la tarifa social, también imperfectos pero más razonables y perfectibles, puede consultarse en Urbiztondo, S.: “Innovaciones en las estructuras tarifarias de los servicios públicos: de la corrección parcial de viejos defectos a la incorporación de nuevos errores”, Indicadores de Coyuntura No. 595, FIEL, marzo 2018.

[7] Urbiztondo, S., F. Navajas y D. Barril: “Regulation of Public Utilities of the Future in Latin America & the Caribbean: the Argentine electricity sector”, Nota Técnica IDB-TN-1804. Washington, DC: Banco Interamericano de Desarrollo, 2020, disponible en https://publications.iadb.org/publications/english/document/Regulation-of-Public-Utilities-of-the-Future-in-Latin-America-and-the-Caribbean-The-Argentine-Electricity-Sector.pdf; Urbiztondo, S.: “Regulación del Futuro en el Sector Eléctrico”, Indicadores de Coyuntura No. 610, FIEL, julio 2019.

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