Las telecomunicaciones como servicio público esencial en competencia: un DNU inexplicable

El Decreto de Necesidad y Urgencia 690 del 21 de agosto pasado definió a los servicios de las tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC) como “servicio público esencial y estratégico en competencia”. Allí están incluidos Internet, telefonía fija y móvil, y TV-Cable con vínculo radioeléctrico y satelital (TV paga), cuyos precios finales de aquí en más pasarán a ser regulados por el Estado. O algo por el estilo.[1]

La última oración no es un exabrupto. La improvisación que demuestra este DNU es llamativa, y tanto sus motivaciones como sus contenidos son difíciles de descifrar por el momento. En efecto, alrededor del DNU 690/20 hay algunas certezas y varias dudas. Entre las certezas, está –en el contexto de la emergencia sanitaria por la pandemia del Covid-19– el congelamiento hasta fin de año de los precios de los distintos paquetes de acceso a Internet, telefonía celular y abonos de TV paga (cualquiera sea la tecnología empleada, por cable o satelital).[2]También es claro que el meneo del término “servicio público” se exhibe como una herramienta que posibilitaría regular estos precios y otras dimensiones de los servicios más allá del fin de la pandemia.

Pero las dudas y ambigüedades no son menores. Veamos porqué.

Los términos y el razonamiento aplicados en el análisis económico de los servicios públicos

Sin pretender presentar aquí una discusión en términos jurídicos sobre lo que significa el término “servicio público”, no sólo por mi formación como economista sino también debido a que diferentes escuelas de pensamiento y tradiciones jurídicas ofrecen perspectivas muy distintas al respecto, una primera aproximación práctica en el caso argentino podría definirlos como “aquellos servicios de interés colectivo sobre los cuales existe acuerdo social en cuanto a que deben ser prestados con carácter general, continuo y no discriminatorio según lo determine el Estado, responsable último al respecto”. En términos aplicados, tal definición seguramente abarca tanto la provisión de agua potable y desagües cloacales, el transporte y la distribución de energía eléctrica y de gas natural como el transporte público de pasajeros, las comunicaciones (correo físico, telefonía, etc.), la educación, la salud, etc. Asimismo, a medida que la sociedad evoluciona y aparecen nuevos servicios fundamentales para el desarrollo de actividades propias de los nuevos tiempos, la lista seguramente podrá ser extendida.

Junto al concepto de servicio público hay otros dos que denotan situaciones parcialmente distintas. Por un lado están los “servicios de interés público” y por el otro las “facilidades esenciales”. Los primeros incluyen a los servicios públicos desde una perspectiva más general, sin que el Estado tenga una responsabilidad tan directa sobre su estructura y funcionamiento, apelando así más claramente a la alternativa de que el reaseguro o búsqueda de las condiciones de prestación general, continua y no discriminatoria se logre por medio de la legislación general –por ejemplo, de defensa de la competencia y/o establecimiento de ciertos estándares de transparencia. Las facilidades esenciales se vinculan con los servicios públicos de otra forma: el término refiere a partes de una infraestructura necesaria para la prestación de servicios públicos o de interés público, cuyas características “no replicables de forma rentable” otorgan a su dueño u operador una condición de “monopolio natural no desafiable”, sobre las cuales por ende el Estado puede exigir –en nombre del bien común– el “acceso abierto” (esto es, prohibir al dueño u operador de la facilidad esencial que niegue el uso de la misma si existe capacidad disponible, o que discrimine precios de forma arbitraria) a quienes deban utilizar dicha infraestructura para a su vez prestar los servicios respectivos a los usuarios finales. Seguramente existan múltiples definiciones sobre cada uno de estos términos desde el punto de vista jurídico, pero el punto aquí es exponer el uso que normalmente se dan a estos términos en el análisis económico doméstico e internacional, y razonar desde allí qué implica el nuevo DNU examinado aquí.

Pero entonces, dado que el Estado es el responsable final de los servicios públicos, ¿cuál debe ser su rol respecto de su organización y prestación? Allí se abren básicamente tres alternativas (no necesariamente excluyentes entre sí): a) la provisión pública (como en el caso de la educación y la salud), b) la provisión privada en competencia (como han sido la telefonía celular, la provisión de Internet y la distribución de programación por TV paga hasta aquí), y c) la provisión privada sin competencia (sea la exclusividad legal o tecnológica), sujeta a la regulación directa de precios y dimensiones de calidad, cobertura, etc., del servicio o de los servicios prestados (como el servicio de agua potable y desagües cloacales, los servicios de transporte y distribución de electricidad y gas natural, e históricamente también el servicio de telefonía fija).

¿Cuál de estas formas de intervención es la más apropiada? Además de las condiciones históricas, institucionales y sociológicas propias de cada caso, no existe una respuesta única, y en todo caso las mejores alternativas varían según sea el sector (y según cuál sea el segmento vertical dentro de cada sector) en función de las características tecnológicas de su prestación y de la naturaleza intrínseca del servicio provisto. En materia de tecnología de producción, los servicios que requieren fuertes inversiones en infraestructura interconectada de muy lenta depreciación e irrecuperable en términos económicos salvo al ser utilizada para prestar los servicios específicos para los cuales fue realizada (esto es, que configuran “inversiones hundidas” en la jerga económica), dan lugar a la existencia de monopolios naturales (esto es, situaciones donde el costo de provisión es mínimo por parte de un único operador) y a la inviabilidad de que potenciales entrantes disciplinen los precios y condiciones de calidad del servicio por parte del prestador establecido (por su desventaja estratégica respecto de los prestadores establecidos que ya hundieron sus inversiones). Así, los servicios públicos prestados en condiciones de monopolio natural con fuertes inversiones hundidas (“monopolios naturales no desafiables”) típicamente son (y deben ser) regulados directamente por el Estado para asegurar (o intentar asegurar) que sean prestados con carácter general, continuo y no discriminatorio. La regulación directa puede implicar, por ejemplo, la determinación de los precios (tarifas) de cada servicio a cada categoría de cliente, así como también la posibilidad de autorizar o exigir posibles diferencias de calidad del servicio, trato comercial, inversiones, etc., incluso otorgando (de acuerdo con una visión ya en desuso y bastante desacreditada) exclusividades respecto de competidores potenciales.

Pero las características intrínsecas del servicio provisto son también muy relevantes al momento de evaluar las alternativas de intervención más efectivas. En la medida en que éste tenga características de calidad y heterogeneidad difíciles de definir o mensurar sin lugar a controversias ni altos costos de transacción, la regulación directa de sus precios y demás condiciones de prestación por parte del Estado impone altísimos costos e importantes ineficiencias: no es lo mismo regular el precio del servicio eléctrico residencial (definible como la puesta a disposición en un inmueble de una corriente de energía continua, hasta una capacidad máxima de potencia, cuyas interrupciones y oscilaciones son técnica y económicamente verificables y por lo tanto son objeto de penalización y compensación a los usuarios afectados), o el precio del servicio de provisión de agua potable (también, la puesta a disposición de agua con una calidad y presión mínima determinadas, de manera continua, etc.), que regular el precio de un servicio como el acceso a Internet (cuya tecnología ha mutado y seguirá mutando a pasos agigantados en los próximos años –desde de 4G a 5G por ahora, y a “NG” más adelante–, y donde la velocidad y capacidad necesarias de las conexiones cambian por usos evolutivos cada vez más exigentes) o el precio de un paquete básico de TV paga (con programaciones y cantidades de canales que pueden variar en función de dicho precio y demás condiciones regulatorias, introduciendo diferencias de calidad que no pueden determinarse objetivamente).

Concretamente, en situaciones donde la competencia efectiva y potencial son limitadas o imperfectas pero no nulas (lo cual implica que la prestación no se corresponde con un monopolio natural no desafiable), los servicios públicos cuyas tecnologías son de rápida depreciación y cuyos servicios tienen características que evolucionan rápidamente (sin mencionar el riesgo de que su definición regulada pueda incluso implicar limitaciones a la libertad de expresión, como en el caso de las comunicaciones y los contenidos y paquetes de la TV paga) deben priorizar el fortalecimiento de la competencia y no su debilitamiento y eventual eliminación.

La definición como servicio público de los servicios medulares como los de las TIC, entonces, es hasta cierto punto semántica. Lo verdaderamente relevante es qué tipo de intervención pública se busca a partir de tal definición, y qué incertidumbres y riesgos quedan abiertos cuando dicha búsqueda puede cambiar de la noche a la mañana sin mayor fundamento ni debate previo.

La inserción del DNU 690/20 dentro de este enfoque

Antes de proceder con observaciones puntuales sobre la redacción y el contenido del DNU, vale la pena contrastar sus rasgos salientes con la discusión previa, descontando por el momento que dicho DNU tiene por objetivo y resultado final la regulación directa de los distintos precios (y por ende también otras características de su prestación) de los servicios de las TIC alcanzados. En tal sentido, declarar a las telecomunicaciones (y no sólo la telefonía fija) como un servicio público para poder proceder con cualquier forma de intervención regulatoria directa, en particular regular los precios (que pasan a ser tarifas), puede provocar daños severos sobre la economía y los usuarios. En el caso de los servicios incluidos en el DNU 690/20, los riesgos y perspectivas son:

  1. un rápido deterioro de las inversiones y estancamiento de la tecnología desplegada en buena parte o la totalidad del territorio nacional (alejando servicios futuros que sin dudas serán requeridos, tanto por parte de usuarios finales directos como de otros usuarios comerciales e industriales que deben utilizar de forma cada vez más intensiva la infraestructura y los servicios digitales para aumentar su productividad),
  2. la inefectividad de la propia regulación (por el deterioro de los servicios actuales, que hará que el precio por unidad de calidad del servicio pueda incluso subir en vez de bajar), y
  3. conflictos en torno a la libertad de expresión (incidiendo sobre los contenidos de las programaciones de los paquetes de programas incluidos en los abonos de TV paga, pérdida de servicios de entretenimiento hoy disponibles, etc.).

En efecto, el carácter de interés público atribuible a los servicios de las TIC, y eventualmente la definición de la infraestructura de las TIC como facilidad esencial sujeta al acceso abierto, serían suficientes para complementar la tarea central a cargo del Estado: la promoción y defensa de la competencia entre los distintos operadores y dueños de las distintas partes de la infraestructura de los distintos servicios de telecomunicaciones. La declaración de servicio público resulta desde esta perspectiva normativa –donde lo relevante es el objetivo por el cual se lo denomina como tal, esto es, para permitir la regulación directa de tarifas finales–como mínimo inexplicable.

Más generalmente, la desorientación que demuestra un gobierno que ya tiene a su disposición las herramientas jurídicas y también económicas necesarias para intervenir en la prestación de un servicio universal de telecomunicaciones, que le permiten subsidiar a usuarios y/o sectores de la población y/o regiones territoriales por medio del fondo del servicio universal creado por el Decreto 764/00 y transformado en recursos públicos a cargo del ENACOM por la propia Ley 27.078 en 2014, y que, sin embargo, avanza de forma intempestiva e inconsulta con un DNU como el del 21 de agosto, daña el “clima de inversión”, ese concepto tan repelente para quienes no quieren entender qué significa el funcionamiento de una economía competitiva moderna con fuerte inversión privada de riesgo, cuya omisión nos pasa factura a toda la sociedad periódicamente.

Los detalles de la desorientación oficial

Declaración de servicio público en el DNU 690/20

El DNU restablece la vigencia del artículo 15 de la Ley 27.078 sancionada en el año 2014, derogado a fines de diciembre de 2015 por el DNU 267/15 bajo la administración de Cambiemos, por el cual se establece que “los Servicios de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TIC) y el acceso a las redes de telecomunicaciones para y entre licenciatarios y licenciatarias de servicios TIC son servicios públicos esenciales y estratégicos en competencia”(el resaltado me pertenece).

Tal definición, sin embargo, es muy confusa. En efecto, nótese en primer lugar que hay en la propia definición un reconocimiento de que el servicio público, además de ser esencial y estratégico –calificativos con consecuencias en principio de énfasis épico, pero no jurídicas ni regulatorias–, es provisto en competencia. Así, no sólo se reconoce que existe competencia potencial y queda por lo tanto descartada la existencia de un monopolio natural no desafiable –una condición que en el análisis económico estándar es entendida como necesaria para que resulte eventualmente eficiente proceder a la regulación directa de tarifas, calidad y/o inversiones– sino que además se reconoce que tal competencia es efectiva, por lo cual la regulación tarifaria sería inconducente. Peor todavía, esta medida tendría por objeto reemplazar –y por ende minimizar– la competencia, contrariando no sólo el análisis económico estándar sino también a la propia Constitución Nacional (ver más adelante). En segundo lugar, se señala allí que tal carácter se aplica al acceso y uso de las TIC “para y entre licenciatarios”, sin mencionar a los consumidores o usuarios finales. ¿Qué quiere decir entonces que los servicios de las TIC y el acceso a las redes de telecomunicaciones sean un servicio público esencial y estratégico en competencia? ¿Los servicios de las TIC son un servicio público para los usuarios finales y el acceso a las redes de telecomunicaciones son un servicio público para el acceso y uso sólo de los licenciatarios de servicios de TIC? ¿Los servicios de las TIC no constituyen servicios públicos para el acceso de los usuarios finales sino solamente para asegurar el acceso abierto a nivel mayorista? ¿Quiere decir que tanto los servicios de las TIC como las redes de las telecomunicaciones son una facilidad esencial, según la terminología estándar en materia regulatoria y también del sector de telecomunicaciones? Esto último sería consistente con la práctica internacional en el sector, orientada a fomentar la competencia entre operadores y plataformas asegurando al mismo tiempo la interconexión y el acceso abierto por medio de intervenciones regulatorias directas o frente a conflictos y requerimientos de alguno de los operadores (de servicios o de redes), e incluso también se correspondería con la interpretación que oportunamente se hizo de esta definición al debatirse el proyecto de ley que resultó en la Ley 27.078 en 2014.[3]Sin embargo, ello no se condice con los fundamentos y ni con las explicaciones públicas brindadas en los días posteriores a la sanción del DNU, ni con otras disposiciones del DNU comentadas a continuación.[4]

El DNU establece en su artículo 2 (que sustituye al artículo 48 de la Ley 27.078) que son los licenciatarios de los servicios de las TIC quienes fijarán sus precios, pero al mismo tiempo indica que éstos “deberán ser justos y razonables, deberán cubrir los costos de la explotación, tender a la prestación eficiente y a un margen razonable de operación”, por lo cual de todas formas se instaura una regulación tarifaria directa, ya que el Estado deberá autorizar los precios que los operadores elijan (quienes, por ende, sólo los propondrán a la autoridad del sector). Por otra parte, también de manera muy confusa, en el mismo artículo se señala que “los precios de los servicios públicos esenciales y estratégicos de las TIC en competencia, los de los prestados en función del Servicio Universal y los de aquellos que determine la autoridad de aplicación por razones de interés público, serán regulados por esta” (los acentos faltantes son del original). En la versión anterior de este artículo 48 en la Ley 27.078, derogada por el DNU 267/15, se decía (con los acentos correspondientes) que estos precios “podrán ser” regulados. La intención de regular todos los precios, entonces, aparece más clara aquí.

La poca claridad del DNU surge también por cuanto su artículo 3 explícitamente define como servicio universal, individualmente (y sin hacer referencia a su aplicación a otros operadores como en el caso de las TIC), a la telefonía celular, cuyas tarifas pasarán a ser reguladas por el Estado.[5]¿Significa esto que sólo la telefonía celular pasa a ser un servicio público con tarifas finales reguladas, mientras que el acceso a Internet y la TV paga tienen un régimen jurídico distinto? Por lo señalado en el párrafo anterior, la respuesta es negativa, pero ello no es consistentemente expuesto, tal vez producto de la improvisación detrás de un DNU que no fue debatido ni comentado, ni siquiera horas antes de ser anunciado vía twitter por el Presidente de la Nación.

La supuesta violación de la Constitución Nacional del DNU 267/15

En el DNU 690/20 también se nota una fuerte improvisación respecto de la interpretación del artículo 42 de la Constitución Nacional. Allí se señala que el DNU 267/15, aprobado durante el primer mes de gestión de la administración de Cambiemos, al derogar parte de la Ley 27.078, dejó a los servicios de comunicación audiovisual y TIC “librados a (la) ley de la oferta y demanda como una simple mercancía, contrariamente a lo previsto en la Constitución Nacional, que en su artículo 42 establece el deber de las autoridades de proveer a la protección de los consumidores y usuarios de bienes y servicios, a la defensa de la competencia contra toda forma de distorsión de los mercados así como a la calidad y eficiencia de los servicios públicos.” Sin embargo, la lectura correcta es claramente la opuesta: lo que contraría la Constitución Nacional es, según el propio artículo 42 constitucional citado en el DNU 690/20, una intervención pública que no defienda la competencia contra toda forma de distorsión de los mercados, ya que tal competencia es en primera instancia (si fuera factible) el mecanismo más efectivo para la protección de los consumidores y usuarios de bienes y servicios, asegurando así la mayor calidad y eficiencia de los servicios públicos. Sólo tratándose de servicios públicos de infraestructura provistos por monopolios naturales no desafiables, donde no es posible tal competencia (como por ejemplo, la provisión de saneamiento o gas natural por redes), la forma de cuidar a los usuarios referida en el artículo 42 de la Constitución Nacional es la regulación directa de tales servicios por parte del Estado. Así, dado que en este DNU 690/20 se señala explícitamente que los servicios públicos son provistos en competencia, la contradicción de éste –y no del DNU 217/15– con la Constitución Nacional es obvia.

Acceso Universal

En el DNU 690/20 también se señala la necesidad de recuperar instrumentos normativos para garantizar el acceso a los servicios de las TIC a todos los habitantes del país, incluyendo una prestación básica universal obligatoria, mencionando específicamente la Convención sobre los Derechos del Niño y la importancia del acceso a la educación mediante el uso de las TIC en el actual contexto sanitario.

Sin embargo, esta motivación no resulta en absoluto creíble. Tal como se mencionó previamente, antes del DNU 690/20, el Estado Nacional ya contaba con un instrumento idóneo a tal fin. En efecto, aun si se coincidiera en que existe un fundamento social suficiente en el objetivo de asegurar la cobertura más amplia y hasta universal de servicios de Internet, telefonía móvil y TV paga (algo razonable en general, aunque no necesariamente en cuanto a la TV paga en particular), el DNU parece olvidar que ya existe –creado por el Decreto 764/00 y, pese a las disputas y conflictividad en su aplicación en los primeros años post-Convertibilidad, operativo desde 2010 al menos– un fondo para financiar un“servicio universal de telecomunicaciones”compuesto por el aporte del 1% de la facturación neta de impuestos y tasas de todos los operadores de telecomunicaciones. Tal fondo, también “recreado” (otorgándole carácter público) por la propia Ley 27.078 (Capítulo II), a cargo del regulador sectorial (el Ente Nacional de Comunicaciones, ENACOM), se corresponde con la mejor práctica regulatoria internacional, que en el sector de las telecomunicaciones intenta evitar la distorsión sobre la competencia existente y potencial que supondría imponer obligaciones de servicios no rentables sólo a algunos operadores y no a otros. El aporte homogéneo de todos los operadores, cualquiera sea su línea de inversión y la composición de sus servicios y su demanda, representa un “campo de juego nivelado” para que todos compitan más fuertemente entre sí, sin distorsionar sus incentivos para ingresar o no en determinados segmentos, dejando al Estado los recursos para impulsar inversiones o asistencias específicas en localidades o a grupos de usuarios que, de otra forma, no resultarían rentables para ningún competidor. Se trata de una herramienta y de recursos que ya tienen muchos años en el país, por lo cual llama poderosamente la atención su desconocimiento en el DNU.[6] En todo caso, y por ello mismo, no resulta creíble que el objetivo del PEN para “recuperar instrumentos normativos” (sin eufemismos, que el Estado pueda regular los precios de los servicios alcanzados por el DNU) sea promover algún concepto de servicio universal.

Conclusión

En síntesis, la lectura lineal del DNU 690/20 contiene algunas desprolijidades y ambigüedades en cuanto a si las telecomunicaciones y las TIC pasan a ser o no un servicio público en relación al uso y acceso a los mismos de los usuarios finales, o si las distintas redes de telecomunicaciones son definidas como una facilidad esencial sobre la cual se regulará la interconexión y el acceso abierto entre operadores de servicios de TIC, al tiempo que aparecen claros errores conceptuales del PEN respecto de las implicancias del artículo 42 de la Constitución Nacional sobre lo que significa “la defensa de la competencia contra toda distorsión de los mercados” (y el daño que representaría para tal competencia –reconocidamente existente en el sector de las telecomunicaciones según las propias definiciones del DNU– la regulación directa de precios o tarifas finales). También queda a la vista que asegurar el acceso de la población de menores recursos o en geografías remotas a las TIC para fines educativos y de integración social es una mera excusa, dada la existencia de un fondo ocioso en manos del ENACOM para tales fines.

Pese a ello, resulta claro que el objetivo de dicho decreto es avanzar hacia una regulación de los precios de los distintos servicios de las telecomunicaciones, aun cuando se reconozca su provisión en competencia. Este tipo de inconsistencias son llamativas. Baste recordar que, en una entrevista radial el Presidente pretendió dotar de antecedentes internacionales a lo definido en este DNU mencionando los casos de Noruega y Finlandia, donde las telecomunicaciones son definidas como servicios públicos, ¡sólo para recibir, pocas horas después, un comunicado de la Embajada de Finlandia explicando (a quien quiera saberlo) que allí el aspecto fundamental de su política hacia las telecomunicaciones es la promoción de la competencia! No hay dudas de que, en el área de las telecomunicaciones en particular, esto es lo que se hace en todo el mundo (entiéndase en el resto del mundo desarrollado o en vías de desarrollo del hemisferio occidental). Tampoco caben dudas de que esta forma de tomar decisiones, con una concepción tan improvisada y superficial sobre un sector neurálgico de la economía del presente y fundamentalmente del futuro, anticipa serios problemas de crecimiento y desarrollo económico y social. Ojalá haya una pronta rectificación.

Santiago Urbiztondo


[1]La definición de los Servicios de TIC está provista en la Ley 27.078: “son aquellos que tienen por objeto transportar y distribuir señales o datos, como voz, texto, video e imágenes, facilitados o solicitados por los terceros usuarios, a través de redes de telecomunicaciones.”

[2] En el mes de marzo los precios de estos servicios fueron congelados hasta septiembre por medio del Decreto 311/20, en el contexto de la emergencia pública en materia sanitaria establecida por la Ley 27.541. Allí se prohibió a las empresas prestadoras de los servicios objeto del actual DNU (al igual que a las prestadoras de servicios públicos domiciliarios como el gas natural por redes, la electricidad y el agua potable y saneamiento) el corte del servicio por falta de pago a los usuarios de bajos ingresos –beneficiarios de la AUH y demás personas con ingresos menores a 2 SMVM (salario mínimo, vital y móvil)–, debiendo en todo caso continuar prestando un servicio reducido que garantice la conectividad.

[3]Ver por ejemplo una nota del periodista Fernando Krakowiak en Página 12, el 31-10-14, explicando el proyecto de ley que resultó en la Ley 27.078, publicada en el Boletín Oficial del 19-12-14, en https://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-258797-2014-10-31.html.

[4] Esto sugiere entonces que no todos los servicios provistos por las empresas de TIC son considerados servicios públicos esenciales ni estratégicos, pero en tal caso debería haberse incluido un listado que precise cuáles lo son y cuáles no. No sería lógico que un mismo servicio sea considerado público para un grupo de la población a quien deberá asegurarse el acceso, pero que no lo sea para el grupo de la población que tiene los medios para igualmente lograr el acceso. ¿O acaso la distribución eléctrica es un servicio público sólo para quienes son alcanzados por la tarifa social y no lo es para todos los usuarios residenciales?

[5]El artículo 3 incorpora el siguiente texto al artículo 54 de la Ley 27.078 (por el cual en 2014 el servicio básico telefónico –la telefonía fija– había mantenido su definición como servicio público): “Incorpórase como servicio público, al servicio de telefonía móvil en todas sus modalidades. Los precios de estos servicios serán regulados por la autoridad de aplicación.”

[6] Si el PEN considera que el aporte del 1% de la facturación de todos los operadores del servicio de telecomunicaciones resulta insuficiente para llevar a adelante sus planes de servicio universal entonces debería utilizar dicho argumento para avanzar en una discusión sobre la conveniencia o no de ampliar dichos aportes (que, obviamente, serán pagados finalmente por los usuarios finales, ya que los mismos pasan a formar parte de los costos de cualquier servicio de telecomunicaciones provisto en el mercado). Tal argumento, sin embargo, difícilmente pueda ser realizado cuando el fondo del servicio universal lleva acumulados y sin ejecutar un monto incluso mayor que la recaudación anual –según Alejandro Alfie, los programas de servicio universal implementados durante este año rondarían $ 1.000 millones, lo cual representa sólo el 10% de los $ 10.000 millones que estarían depositados en el Banco Nación; ver https://radiomitre.cienradios.com/alejandro-alfie-la-plata-esta-en-el-banco-nacion-solo-falta-una-buena-implementacion/.

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